El ojo es un órgano sensorial vital que detecta la luz gracias a los fotorreceptores que se encuentran en su retina. Estos fotorreceptores permiten la conversión de la luz en señales eléctricas interpretadas por el cerebro. La capacidad del ojo para adaptarse a variaciones en la iluminación se evidencia en la respuesta de la pupila, que se constriñe en presencia de luz intensa y se dilata en condiciones de poca luz, optimizando así la entrada de luz para una mejor percepción visual. Existen varios tipos de ojos según su estructura. Los ojos simples, que presentan bastones y conos, son fundamentales para la visión en condiciones de iluminación variable. Los conos son más eficientes en condiciones de luz intensa, facilitando la percepción de colores, mientras que los bastones son esenciales para la visión en baja luminosidad. Por otra parte, los ojos compuestos, que contienen rhabdomeros, tienen la capacidad de detectar luz normal y ultravioleta. Su estructura les permite adaptarse físicamente a diferentes intensidades luminosas mediante movimiento. Los ocelos, caracterizados por fotorreceptores más simples, presentan pigmentos que se blanquean en luz intensa y se regeneran en la oscuridad. Además del ojo, otros órganos sensoriales contribuyen a la percepción del ambiente. La lengua, dotada de papilas gustativas, detecta sustancias químicas, pero se satura si se expone a estímulos constantes. La piel, rica en mecanorreceptores, es capaz de percibir texturas, presión, temperatura y dolor, adaptándose para elevar su umbral de respuesta tras una estimulación continua. Finalmente, el oído, gracias al tímpano y las células ciliadas de la cóclea, detecta ondas sonoras y ajusta su sensibilidad frente a estímulos acústicos fuertes o continuos. Cada órgano sensorial opera de manera única, ofreciendo una complejidad que enriquece nuestra apreciación del entorno y destaca la sofisticación de los mecanismos biológicos en la adaptación sensorial.